Y que nos sentemos en un café a hablar largamente de las cosas pequeñas de la vida,
o recordar de cuando tú fuiste soldado,
o de cuando yo era joven y salíamos a recorrer juntos
la ciudad, y en las afueras, sobre la yerba, nos echábamos
a mirar cómo el atardecer nos iba rodeando.
Entonces escuchábamos nuestra sangre cautelosamente y nos estábamos callados.
Luego emprendíamos el regreso y tú te despedías siempre en la misma esquina
hasta el día siguiente,
con esa despreocupación que uno quisiera tener toda la vida,
pero que sólo se da en la juventud,
cuando se duerme tranquilo en cualquier parte sin un pan entre el bolsillo,
y se tienen creencias y confianzas
así en el mundo como en uno mismo.
Y quiero además aún hablarte,
pues tú tienes dieciocho años y podríamos divertirnos esta noche con cerveza y música,
y después yo seguir viviendo como si nada…
o asistir a la oficina y trabajar diez o doce horas,
mientras la Muerte me espera en el guardarropa para ponerme mi abrigo negro
a la salida,
yo buscando la puerta de emergencia,
la escalera de incendios que conduce al infierno,
todas las salidas custodiadas por desconocidos.
Pero hoy no podré encontrarte porque vives en otra ciudad.
Mientras la tarde transcurre
evocaré el muro en cuyo saliente nos sentábamos
a decir las últimas palabras cada noche,
o cuando fuimos a un espectáculo de lucha libre y al salir comprendí que te amaba,
y en fin, tantas otras cosas que suceden…